viernes, 17 de abril de 2009

De 25 a 400


-La población de esta localidad aumenta quince veces más los días festivos

-Los vecinos de este municipio se reúnen en el único bar del pueblo

Higueras quedó practicamente despoblado a finales del siglo XX


Tres horas y media son las que separan Barcelona de Higueras, un pequeño pueblo rural del interior de Castellón. Solamente me quedaban diez minutos de viaje para llegar y vivir el peculiar contraste de población que sufre este municipio en días festivos como la pasada Semana Santa.
Higueras es un pueblo donde conviven alrededor de veinticinco habitantes durante el año, de los cuales únicamente tres personas alcanzan la treintena de edad. Estas tres personas son las encargadas de sacar adelante el único negocio del pueblo: el bar social de Higueras. El ruido de sirenas, los atascos, y las colas de cualquier establecimiento quedan muy lejos de este escondite situado en medio del Parque Natural de la Sierra de Espadán. Sus gentes viven de la agricultura de secano, y se relacionan gracias al único punto de encuentro de la población, el bar. Allí me dirigí para hablar con Susana, una joven checoslovaca que desde hace un par de años trabaja en dicho bar. “Estamos a principios de semana y los veraneantes no han llegado todavía, pero ya verás como el viernes no encontrarás ninguna mesa vacía aquí”, me contestó. “Necesito que la gente de fuera repobléis Higueras, ¡y que me animéis el negocio!”, exclamó entre risas. Jesús y Vicente, los únicos ochentones que la acompañaban aquella aburrida tarde de trabajo, se incorporaron a nuestra conversación. “Pero chica de que te quejas, ¡con lo tranquilos que vivimos durante el resto del año!”, dijo uno de los dos higuereños.
Y así lo hice. Dejé pasar unos días y la noche del Viernes Santo me dirigí al punto de encuentro del pueblo, para comprobar si lo que me había contado Susana era cierto o no. El silencioso frío de la calle desapareció al entrar en aquel local, donde el murmullo de las distintas conversaciones se fusionaba con una ola de calor y con un olor a tabaco insoportable.
“¡Qué te dije, ni una mesa!”, me gritó mientras se paseaba de un lado a otro cargada con una bandeja de cafés.
Deberíamos ser unas doscientas personas reunidas aquella noche, nada que ver con el aspecto del bar que me encontré a mi llegada unos días antes. Mientras esperaba a que Susana tuviera unos minutos para mí me acerqué a la mesa que tenía enfrente, ocupada por unos catalanes que justo acababan de cenar. “¿Por qué venimos de tan lejos a un pueblo como éste? Porque buscamos la tranquilidad que la ciudad no nos puede dar, aunque por la gente que somos aquí no te creerás lo que te acabo de decir”, me contestó Sergi, uno de los cuarentones allí sentados. Irene, una de las chicas que lo acompañaba, añadió: “venimos a Higueras desde niños, nuestras familias son de aquí y además en este pueblo nos conocemos todos, ese es el encanto que tiene venir de una gran ciudad como es Barcelona”. Una señora de avanzada edad, con la oreja puesta en la conversación, se dirigió hacía mí diciéndome: “¡Nena, la gente joven es la que da vida a este pueblo, y a los ancianos que vivimos en él!”. Le pregunté si surgía algún problema en el momento en que los habitantes de Higueras habían de convivir con más de cuatrocientas personas de las habituales. “Cuando llega el verano o fechas como éstas, los únicos problemas que sufrimos son bajones de tensión eléctrica o de presión de agua porque este pueblo no está preparado para que viva tanta gente. Respecto a la convivencia, ¡estamos encantados!”.
Esperé a que Susana pudiera atenderme unos minutos, pero al ver el movimiento de camareros por la sala decidí abandonar el bar. El silencio y la soledad de las calles se volvían a apoderar del exterior del pueblo. Ahora, Higueras tendrá que esperar la llegada del mes de agosto para ver como se repite una situación similar a ésta.

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